lunes, mayo 28

El amor son susurros. Tan livianos que impactan. Tan frágiles que matan. Tan implícitos que encienden la vorágine del deseo como ninguna otra provocación pudiese hacer.
El amor es la incandescencia de la sangre. La tormenta de pensamientos, la irrealizable conjetura, la mirada pululante, la voz que cual partícipe de una danza extiende la mano con ademán de no sostener nada pero insinuando todo.
Y marcha, al compás de la música de las espiraciones, jugando con el viento que surca, con temor al choque, sin pudor al roce, ese roce casi inapreciable, pero, como ninguno de los lenguajes, absolutamente inefable.
El mapa de las titubeos, el desmayo de los adjetivos, la insostenible incomprensión de los acometidos, que brotan, que tronan en las pupilas que huyen de los guiños.
Pues en el guiño se halla, expuesta y sujeta a mordaces cuerdas de visión clara, la respuesta, el veredicto, la sentencia. Y qué terrible réplica, cualesquier que fuera el motivo, nunca exacto, nunca saciante, nunca a la altura de tan digno delirio. Y entonces, resquebrajando el ocaso, asesinando el anhelo, infringiendo la inefable ley, muere.
Pero sin provocar ruido.

2 comentarios:

  1. Pues si lo mío es una exhortación no te quiero decir este texto...

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    1. Este es el fósforo de la pasión en una puesta de sol. El tuyo es el agarre de muñecas y el tacto de los labios durante la exhalación de una calada. Dígame usted que es más incitante.

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